sábado, abril 02, 2005

Los últimos dinosaurios

Nota.- Este artículo fue enviado por Francesca Robbiano a la lista de Circomper. Aquí lo transcribo pues me parece importante difundirlo más ampliamente. Gato Negro.

Hola, les comparto un artículo del compositor argentino Javier Giménez que encontré en Internet. Aunque fue escrito hace 20 años me parece que el tema se aproxima al debate que se ha generado en los últimos meses dentro del Círculo. Besos. Peca.

Los últimos dinosaurios

Esta nota podría haberse titulado: ¿A quién le interesa la música contemporánea?- y haber comenzado más o menos así: “A nadie; ni al público, ni a sus intérpretes, ni siquiera a quienes la escriben”... Un inicio tan brusco se aparta considerablemente de las convenciones literarias, aparte de ser poco prudente y nada cortés. Las reglas del “buen tono” que ningún aprendiz de escritor -sobre todo si es músico- debe desdeñar, indican que es conveniente acercarse a la cuestión central de manera un tanto elíptica, casi casual; hablaremos, entonces, de paleontología.
Cualquiera que haya padecido la enseñanza secundaria en alguna medida recordará a los dinosaurios, esos grandes reptiles que poblaron el planeta durante el período Terciario, y que fueron extinguiéndose luego al sobrevenir grandes catástrofes geológicas y climáticas; la razón por la cual los mamíferos, comparativamente más débiles e indefensos, sobrevivieron a sus gigantescos antecesores radicaría -aparentemente- en su mayor capacidad de adaptación a las variaciones bruscas de temperatura y de régimen alimentario. En otras palabras, ellos eran más inteligentes, o por lo menos más hábiles.

Otra interpretación -para nada científica- de tales acontecimientos consistiría en imaginar que los dinosaurios, desalentados ante un mundo que cambiaba vertiginosamente, y a cuyas exigencias no podían -o no querían- someterse a causa de su orgullo inveterado, optaron por retirarse dignamente de la escena, abandonando el campo a los mamíferos sin presentar batalla. Estos últimos, que a la sazón no pasaban de la categoría de parásitos incipientes, se reprodujeron exitosamente desparramándose por todo el orbe: el resto de la historia es bien conocido.

Nuestra era es pródiga también en catástrofes de todo tipo, aunque difiere de las anteriores en el hecho -por cierto notorio- de que el hombre ha logrado superar ampliamente a la Naturaleza en la producción de toda clase de desmanes y calamidades. Sin entrar en consideraciones de orden filosófico, y limitándonos a la actividad que más nos concierne, señalamos algunos de los problemas que atañen a nuestro mundo dinosaurio-musical: la creciente brecha que separa al compositor actual del oyente medio, el impacto negativo, sobre su música, de los adelantos de técnicas de grabación y reproducción -curiosa paradoja-, la resistencia pertinaz de los instrumentistas, directores y organizadores de conciertos a la renovación de los repertorios, el descrédito generalizado hacia la nueva música signada por la búsqueda y la experimentación, y así sucesivamente.

Tal vez la mayor parte de las cuestiones ennumeradas podría referirse al mismo síntoma: la creciente pérdida de funcionalidad de la música. En efecto, hojeando cualquier libro de historia por el principio -actitud altamente recomendable- nos enteramos que la música, desde sus orígenes brumosamente legendarios, estuvo siempre ligada estrechamente a todas las actividades del hombre: mágicas, agrícolas, guerreras, curativas y así por el estilo, como por otra parte debe seguir estándolo en las comunidades étnicas que viven hoy mismo en un estadio “primitivo” de civilización, en el hipotético caso de que aún existan algunas tan afortunadas.

Continuando la lectura de nuestro manual nos enteramos de la importancia que asignaban las antiguas culturas a este arte: Egipto, los pueblos de Mesopotamia, India y China -con su Ministro de la Música, cargo que hoy difícilmente podríamos concebir, o sugerir sin provocar sonrisas-, Japón y el sudeste asiático, Grecia, América precolombina, civilizaciones todas en donde la música, por razones algo misteriosas, se mantuvo durante siglos estática, sin “evolucionar” pero gravitando poderosamente a todo lo ancho de su historia.

Pasando luego al tercer capítulo, que corresponde a los comienzos de la música “occidental y cristiana” observamos la aparición de leves indicios que denotan la presencia de ese curioso ejemplar llamado compositor; aquí se vislumbra el inicio de su carrera, que llegará a ser extraordinaria: humilde e inmerso en el anonimato en un principio, adquiriendo importancia y brillo a medida que volvemos las páginas, hasta llegar a la cúspide de su reinado autocrático aproximadamente hacia el capítulo octavo, que corresponderá al siglo XIX: el compositor resplandece entonces en toda su potencia.

Hasta ahora su camino ha sido heroico: surgido penosamente del légamo de la confusa creación colectiva fue ascendiendo laboriosamente merced al perfeccionamiento de sus herramientas; ya en el llano, va dejando caer de su espalda la capa oscura de la Iglesia, como si cambiara su vieja piel. Ha sacudido orgullosamente la testa desembarazándose de monarcas, nobles y mecenas a los cuales sirviera con sorda rebeldía y llega, por fin, al trono ambicionado: el lustroso piano de cola del virtuoso, el podio más escarpado, Bayreuth, la orquesta omnipotente de “Consagración”, el total cromático, la abolición de leyes, reglas y limitaciones...

Meteórica carrera, en verdad; en su impulso fáustico el compositor ha dejado atrás a todos sus contrincantes. Ha crecido enormemente, en fuerza y en saber; es, a decir verdad, demasiado grande. Su apetito también ha ido en aumento, y no cesa de atormentarlo: se ha comido todos los sonidos que había en el mundo, y luego todos los ruidos posibles; ya no tiene casi alimento. Siente frío: ha subido tanto y tanto que se ha quedado solo. En realidad, los nuevos habitantes del mundo ni siquiera sospechan su existencia, por el contrario, juegan como chicos con los restos fósiles de sus viejos antepasados, los compositores muertos, a los que revisten de toda suerte de rasgos imaginarios, como que eran dragones alados que arrojaban fuego por la boca, y otras ingenuidades.

Nuestro metafórico dinosaurio se detiene, horrorizado, al borde de un abismo. Es el abismo de la no funcionalidad: lo que él hace no le sirve a nadie, lo que él es no cumple ninguna función; nadie quiere nada de él, está solo, SOLO; es cierto que hay otros dinosaurios, tan flacos y famélicos como él, pero sus ojos echan chispas al abalanzarse sobre alguna miserable brizna de sonidos que amarillea en la estepa. Son capaces de devorarse entre sí.

Forzando la vista distingue, allá abajo, una rumorosa multitud; son los pequeños parásitos que han montado un asombroso tinglado, una feria, donde trafican con chucherías y burdas imitaciones de las viejas reliquias de los ancestros, robadas descaradamente de museos y santuarios.

El compositaurio medita largamente: ¿cuál ha sido el pecado que lo ha llevado a esta sórdida condición? ¿Acaso ha sido la soberbia, la vanidad, largamente cultivada en anteriores épocas de gloria? ¿O tal vez todo se deba al imperio de ciertas fuerzas cósmicas que están fuera de su alcance, las que determinan el apogeo y el eclipse de todas las cosas? Y por último, anonadado, se pregunta ¿qué actitud debe tomar: tratará de adaptarse, de achicarse, acostumbrándose a masticar esos insípidos sonidos que come la chusma; tal vez disfrazándose de ofidio, de yacaré o tortuga pueda pasar desapercibido en el bazar y vender alguna que otra baratija, un “jingle”, alguna tonadita inofensiva, como para ir tirando...? ¿O acaso dará la espalda con gesto altivo a todo ese tráfico y, dejando oír su último “canto del saurio” se dejará caer para siempre en el abismo de la autoaniquilación?

Charlando con un colega le pido su opinión acerca de una obra de un tercero, que no he podido escuchar personalmente; Equis alza los ojos al cielorraso, lanza parsimoniosamente el humo de su cigarrillo, y luego dice con voz docta y mesurada: Interesante; bastante interesante. Es una obra sumamente interesante, etc., etc. Como vivimos en una época de prudencia y suma cortesía -a pesar de las catástrofes geopsicológicas-, este es el adjetivo que no se le cae de la boca a la “gente entendida” cuando se trata de caracterizar a la música contemporánea; sabemos que Mozart es “sublime”, “genial” Beethoven, Debussy “exquisito” o “refinado”, e incluso algunos de nosotros podemos “coparnos” con Sibelius, Bartok o Stravinsky. Pero lo contemporáneo -es decir, lo que vive ahora, en el momento en que nosotros vivimos, tal vez aquí mismo, en la otra cuadra por así decir-, eso es...“interesante”, adjetivo que reservamos para describir una visita un tanto aburrida a un museo. ¿No existe en esto una contradicción? ¿No será, quizás, la peor catástrofe de las que nos afligen la profunda perversión de nuestro lenguaje, que designa como “interesante” algo que, en la cruda realidad, no le interesa a nadie?

Javier Giménez Noble
1986

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Otro adjetivo que se aplica es "curioso" cuando la verdadera reacción es la opuesta. Esto se debe a que la música que oyen puede o no entrar en la mente; y en el caso de la contemporánea, entra por un oído y sale por el otro.

Hay peores cosas con los compositores del pasado. Los hay quienes se atreven a llamar "vanguardista" a Beethoven (es el adjetivo que más he oído con la Hammerklavier) sin saber qué significa realmente la vanguardia.

Saludos

Carlos

Sadiel Cuentas dijo...

Creo que es acertado decir que Beethoven era vanguardista para su época. Muchas las cosas que Beethoven escribió, a las que estamos ahora tan acostumbrados, eran realmente revolucionarias en aquellos días.

Anónimo dijo...

Super work performed.